Nunca es demasiado tarde para sentirse un poco más vivo
Cuando estuve en las islas, hace casi una generación, conocí a una joven pareja estadounidense que tenía entre sus pertenencias un atractivo hijito de siete años, atractivo pero no prácticamente amigable conmigo, porque no sabía inglés. Había jugado desde su nacimiento con los pequeños Kanakas en la plantación de su padre, y había preferido su idioma y no aprendería otro. La familia se mudó a Estados Unidos un mes después de mi llegada a las islas, y enseguida el niño empezó a perder su kanaka y a aprender inglés.
Cuando cumplió los doce años, no le quedaba ni una palabra de Kanaka; el lenguaje se había apartado por completo de su lengua y de su comprensión. Nueve años más tarde, cuando tenía veintiún años, me encontré con la familia en una de las ciudades del lago de Nueva York, y la madre me contó sobre una aventura que su hijo había estado teniendo.
De oficio, ahora era un buceador profesional. Un barco de pasajeros había sido atrapado en una tormenta en el lago y se había hundido, llevando a su gente con ella. Unos días después, el joven buceador descendió, con su armadura puesta, y entró en el salón-litera del barco, y se detuvo al pie de la escalera, con la mano en la barandilla, mirando a través del agua en penumbra. En ese momento algo lo tocó en el hombro, se volvió y encontró a un hombre muerto balanceándose y balanceándose a su alrededor y aparentemente inspeccionándolo inquisitivamente. Estaba paralizado de miedo.